La marcha de los pañuelos blancos

Cuando había terminado el maravilloso acto central de la “marcha de los pañuelos blancos”, me sentía abrazado por los miles y miles de alas blancas que flameaban al viento entre el recuerdo y homenaje de nuestros hermanos y hermanas, hijos e hijas, compañeros y compañeras, que fueron torturados, violados, vejados, asesinados y desaparecidos por lo más brutal del ensañamiento asesino de la dictadura.

Decidí caminar entre la multitud mirando los ojos de la gente que, en muchos casos con miradas enrojecidas y húmedas, me devolvían la mirada con una sonrisa cómplice, a la vez dolorosa y fraterna.

Así, chocándome entre la gente, apretándoles un hombro, acariciando una espalda, ofreciendo un guiño amoroso, recibía reciprocidad de afecto y solidaridades, cuando ya la noche empezaba a caer abrazada por la multitud.

Todavía resonaban en mí las voces de Taty, Lita, Nora y Estela. Con las cuatro compartí cosas hermosas en mi vida. A las cuatro pude besarlas muchas veces. Porque también ellas son mis madres, como las siento. Y estaban allí, cantando y alzando la voz para exigir que el Nunca Más no sea una frase vacía y traIcionera.

Mientras deambulaba sin ir a ninguna parte, porque en realidad no quería irme a ninguna parte, pensaba en mi vida misma.

Desde los 16 años que el drama del terrorismo de Estado ha marcado mi vida. Es terrible. He cumplido 60 y estoy en la misma plaza de siempre luchando por  la Verdad, la Justicia y la Memoria.

Me acordaba cuando en las primeras peregrinaciones a Luján me tocó desde el escenario, con una guitarra, pedir por “esas mujeres con un pañuelo blanco que pedían al cardenal de turno que se ocupara de sus hijos”. Yo no entendía nada de lo que pasaba, y me sacaron de aquel tablado advirtiéndome que si hablaba así me iban a matar.

O cuando aquel profesor de 5° del La Salle, que además de enseñar era un servicio infiltrado de la SIDE, me hizo saber por un compañero que dejara de hablar en los grupos juveniles porque ya estaba “marcado”.

O cuando en el noviciado lasallano aquel grupo del III cuerpo de ejército nos rodeó y nos hizo tirar al pasto, y me pusieron un FAL en la cabeza. Allí pensé que se acababa todo, pero seguía sin entender demasiado qué era lo que estaba pasando en Argentina.

Durante el proceso participé de varias marchas de la “Multipartidaria” exigiendo que se fueran los militares. Y estuve en la Plaza cuando la CGT, liderada por Ubaldini, quiso ponerle un freno a los milicos.

Después vino el tiempo de Alfonsín. Los carapintadas y la semana santa que nos hizo, también, colmar las plazas para defender la frágil democracia que crujía por las presiones militares.

Y recordé ese tiempo en el que cuando muchos hablaban de que era necesaria la reconciliación y el perdón para unir a los argentinos, yo escribía, en “Un nuevo sol”, que “la justicia era la fuerza la paz” y que “la Verdad es la fuerza que nos da liberación”.  

Y vinieron los juicios de las juntas, que nos hicieron conocer aún más dramáticamente la amarguísima verdad de lo sucedido.

Estuve en todas las marchas del 24 de marzo que pude. Cuando éramos muchos y cuando no éramos tantos.

Rechacé los indultos de Menem y trabajé desde la Iglesia de los pobres intentando que el clericalismo rancio no le robara a las comunidades su dignidad en defensa de la justicia y rechazando los simulacros de “reconciliación” que por entonces impulsaban los mismos sectores de hoy, liderados por algunos obispos que eran más jóvenes y tenían más poder…

Marché en La Rioja pidiendo justicia por Angelelli, Carlos, Gabriel y Wenceslao.

Estuve cuando Néstor recuperó la ESMA y pidió perdón en nombre del Estado.

Lloré visitando “capucha” y “capuchita” en la Esma.

Me abracé con mis compañeros en la Iglesia de Santa Cruz.

Marché desde joven muchos 16 de setiembre reafirmando la dignidad de los lápices, y lo sigo haciendo cada vez que puedo acompañando a mis compañeros secundarios…

Y muchos… muchos recuerdos más que me vienen a la memoria y pasaron como ráfagas mientras caminaba por la plaza.

No soy distinto a la mayoría de mi generación. Para todos nosotros, esta historia lacerante y dolorosa es, finalmente nuestra historia.

Siempre me he sentido un “rescatado”, un “sobreviviente” y por eso siento un gran peso histórico de responsabilidad que me viene de todos mis  “30.000” compañeros y compañeras.

Mi historia personal está entretejida con esta historia llena de pañuelos blancos.

A veces creo que esa historia alcanza su eslabón final pero, cada desaparecido que identificamos, cada nieto que encontramos, cada ley afirmativa que fuimos consiguiendo, hace que, como un borbotón que sale de las entrañas de la historia, resurja esta vida tan especial que me ha tocado vivir.

Una lucha que no termina y que nos exige estar siempre “alertas”.

Una vida que ni yo puedo entender si no es en esa ronda eterna alrededor de esa pirámide que me conduce a encontrarme, reencontrarme y confundirme con mis compañeros y compañeras que, obstinadamente, seguimos queriendo cambiar el mundo, “con la razón al borde del abismo”, como canta la “Catalina”.

30.000 compañeros desaparecidos:   PRESENTES

Ahora    Y SIEMPRE !